La bicicleta simboliza hoy, quizás mejor que ningún otro elemento, el cambio en nuestras ciudades, no sólo del modelo de movilidad, sino el cambio de modelo de ciudad. La extensión del transporte de los ciudadanos en bicicleta es a la vez causa y efecto de este cambio. Pero es también un "bio-indicador" de primer orden. Porque así como la presencia o la ausencia de determinadas especies nos señalan si un ecosistema está sano o no lo está, del mismo modo la presencia creciente y masiva de ciclistas, o su ausencia, serán un indicador de primer orden para que detectemos si una ciudad avanza hacia un modelo sostenible, o no.
La apuesta decidida por al bicicleta como medio de transporte cotidiano es un cambio que trasciende más allá de la movilidad. Indica un cambio en la forma de relacionarnos con el espacio y con el tiempo, con el medio, con nuestro cuerpo, con los demás.
Es un cambio de la relación del ciudadano con la ciudad. Y es un cambio que no se entiende, ni se sostiene, si no es en coherencia con otros cambios, esencialmente en la movilidad y en la apuesta por el transporte público. Pero también en la generación de más espacios para las personas, en una preocupación por los mayores y por los niños. En una ciudad más equilibrada y más saludable.
Pero, en clave de política local, promover los cambios conlleva riesgos.
Sobre todo aquellos cambios que nos atañen a la cotidianeidad. Los seres humanos somos animales de costumbres.
Los gobernantes que asumen el compromiso de promover esta profunda renovación de nuestras ciudades, deben de asumir el riesgo político de hacerlo. Las obras, incomodidades primeras, los aprovechamientos partidistas, etcétera, son circunstancias inconvenientes del desempeño diario. Pero todas ellas quedan finalmente disminuidas a la mínima expresión cuando la inmensa mayoría social asume, apoya y promueve el cambio. Y éste da los frutos apetecidos.
Por ejemplo, la protesta de determinados ciudadanos porque se ampliará un acerado y se disminuirá el espacio de "aparcamiento" en doble fila, por más eco mediático que recoja durante unos días, queda a su verdadera altura cuando finalmente esa acera se llena de niños que han conquistado su espacio vital a los coches. Y es que siempre daremos, en todas partes, con la cultura del quietismo. Es decir, aquella que se opone a cualquier renovación, y que anuncia mil desgracias como resultado de cualquier proyecto. Es una subcultura minoritaria, no representativa, si bien sobre-representada en la opinión publicada.
Un ejemplo de esto lo vivimos en Sevilla cuando hubo quienes menospreciaron displicentemente el nuevo sistema de carril bici y bicicletas públicas, o se opusieron radicalmente al mismo, por el dispendio injustificado y por los tremendos perjuicios para el tráfico, y para la seguridad de todos, y anunciaron que nadie iría aquí en bici porque eso es propio de otras culturas, y no de la nuestra. Luego, esos mismos sectores clamaron por un supuesto numerus clausus que el ayuntamiento iba a poner por la avalancha de abonos y de usuarios en Sevici, y que nunca se llevó a efecto.
Pero en cierto sentido, promover cambios conlleva un riesgo infinitamente menor que el de no hacerlos. No cambiar nos lleva a decrepitud, al agotamiento de modelos caducos. Es insostenible seguir como hasta ahora, sobre todo en materia de tráfico y movilidad.
En mi ciudad, la apuesta por la bicicleta, sea pública o privada, llegó a todos los rincones de la ciudad, en el centro y en la periferia, sumando más y más ciudadanos a la revolución de las dos ruedas.
El éxito de la bicicleta en Sevilla, con ser importante, es sólo el principio de lo que puede a llegar a ser, ya que la gran mayoría social ciudadana quiere una ciudad más vivible, una ciudad para las personas.
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